Instalada sobre la antigua ciudadela celtíbera y romana, que forma un círculo irregular
en uno de los dos cerros sobre los que se asentó Calagurris, la Calahorra histórica, la judería calagurritana se define por sus inquietantes calles curvas, muchas de ellas sin salida,
por sus casas bajas con patio posterior y por sus salidas repentinas a amplios miradores
sobre los valles del Ebro y del Cidacos, rompiendo por sorpresa la clausura de un
recinto casi críptico. En este barrio humilde, verdadera ciudad dentro de la ciudad,
vivieron los judíos de Calahorra, durante al menos cinco siglos, aunque parece probado
que tuvieron asentamiento aquí desde mucho antes.
La condición estratégica de Calahorra, primero frente a Al-Ándalus y luego frente
al reino de Navarra, su situación en el Camino Jacobeo del Ebro, la riqueza de su
agricultura y la propia dinámica comercial de la ciudad propiciaron que la aljama calagurritana lograra convertirse, en el siglo XV, en la primera de La Rioja, superando
incluso a los judíos de Haro, que tuvieron la preponderancia regional durante la mayor
parte de la Edad Media. En este siglo, la judería de Calahorra contaba con una seiscientas almas, después de un largo proceso de crecimiento
en los tres siglos anteriores. Los primeros documentos que acreditan la presencia hebraica en la ciudad se remontan
al siglo XI, y dan fe de una actividad de compraventa protagonizada por judíos, algo
que fue constante durante todo el Medioevo, como se refleja en el importante corpus documental relacionado con Calahorra que se conserva en diferentes archivos.
La Calahorra medieval era una ciudad de frontera, una ciudad relativamente populosa
y dotada de una importante judería. El Ebro hacía de frontera entre los reinos de Navarra y Castilla, pero también era
una vía privilegiada en el tráfico de hombres, ideas y mercancías que presentaba entre
los siglos XIII y XV una notable densidad de habitantes judíos.
La presencia judía en las tierras del Ebro medio se remonta, al menos, a los siglos
II-III después de Cristo. En el Edicto de Caracalla, de 212, se considera a los judíos
de Calagurris como ciudadanos sujetos a la Ley Romana. Bajo los dominios visigodos y musulmán, la ciudad vivió sin sobresaltos hasta el
siglo X. Sancho Garcés I de Pamplona ocupó Calahorra hasta el 914, en 918, con ayuda de Ordoño
II recuperó la ciudad, que los musulmanes retomaron en 968. En el año 1045 Calahorra pasó definitivamente al dominio cristiano a manos del rey
García III de Navarra..
Cuando en 1076 Calahorra y el conjunto de las tierras riojanas fueron ocupadas por
el rey castellano Alfonso VI, sus pobladores recibieron la confirmación de sus antiguos
fueros, usos y costumbres. Con la conquista castellana, Calahorra había pasado a ser
también una plaza fuerte en la frontera con Navarra. Esta nueva condición movió a
los reyes castellanos a fomentar el asentamiento de nuevos habitantes en la ciudad
mediante la concesión de nuevos privilegios.
De la segunda mitad del siglo XI son las primeras noticias sobre judíos vecinos de
Calahorra, rastreadas en contratos de compraventa o permutas de propiedades agrarias,
en los que figuran como contratantes o como testigos.
Como sucede en el reino de Castilla en general, entre mediados del siglo XI y mediados
del siglo XIV, la comunidad judía de Calahorra conoció una época de crecimiento y
esplendor, al calor del favor y la protección que recibieron de los reyes, conscientes
del importante papel que los hebreos podían desarrollar en las tareas de repoblación
y de organización social del territorio. Este largo período de prosperidad para las
aljamas riojanas tiene su mejor expresión en la concesión de fueros específicos para
los judíos. Simultáneamente, el papel de los judíos en la vida social de Calahorra
fue haciéndose cada vez más importante, de forma que, en la segunda mitad del siglo
XII, algunos judíos de Calahorra figuran desempeñando el oficio público de merino, que tenía como función principal la administración económica y la percepción de
las rentas del concejo. Del mismo modo, en los siglos XII y XIII son bastantes los
judíos de Calahorra que aparecen citados en la documentación como propietarios de
tierras de labor, huertas y viñedos, lo que demuestra su buena posición socio-económica.
Entre los documentos de compraventa de propiedades rústicas en los que intervienen
judíos riojanos deben ser destacados por su carácter excepcional los seis documentos
escritos en hebreo que se conservan en el Archivo Catedralicio de Calahorra, correspondientes
a fechas comprendidas entre 1259 y 1340, que es, sin duda, el período de mayor esplendor
de la aljama calagurritana.
Al tiempo que prosperidad material, los judíos que residían en Calahorra también disfrutaban
de una aceptable integración en el conjunto de la población, al menos durante los
primeros decenios del siglo XIV. En 1320, los judíos participaron, conjuntamente con
los hidalgos, los clérigos y el cabildo catedralicio y los hombres del común, en la
construcción de unos molinos en el término de San Adrián, aprovechando las aguas del
río Ebro. Los judíos contribuyeron con 750 maravedíes, un 7,5% del total de la cuantía
recaudada, que ascendió a 10.000 maravedíes. Asimismo, se conserva en el Archivo Catedralicio de Calahorra un interesante libro juratorio,
fechado en 1324, en el que se contiene la fórmula de juramento que habrían de pronunciar
los judíos en los actos jurídicos en los que intervinieran, lo que es una prueba más
de la creciente pujanza económica de la comunidad hebrea en Calahorra.
Durante el siglo XIII, la aljama de Calahorra era la más importante y la más voluminosa de las comunidades hebreas
riojanas, superando en importancia incluso a la aljama de Haro, que a finales de siglo
era la principal. A finales de siglo, la población total judía de la ciudad era de
450 a 500 vecinos, un 15% de la población, lo que se trata de un porcentaje muy elevado
y muestra la relevancia de la comunidad hebrea. Pese a todo, parece muy probable que el número de judíos vecinos de Calahorra fuera
aún más elevado a mediados del siglo XIV, coincidiendo con el momento de mayor esplendor
de la aljama calagurritana. Así se puede deducir de las cantidades que los judíos de Calahorra
satisfacían al cabildo catedralicio en virtud de la renta conocida como los Treinta Dineros, mediante la que se redimían el uso de las señales identificativas externas que debían
llevar sobre sus vestimentas (la roela de color bermejo que debían llevar sobre el vestido, en el hombro derecho): cada
judío varón casado o soltero mayor de veinte años estaba obligado a satisfacer por
este concepto treinta dineros anuales al cabildo catedralicio. Gracias a la contabilidad
de este impuesto, sabemos que en 1329, los judíos calagurritanos contribuyentes de
este impuesto estaba entre noventa y tres y el centenar.
Este clima de prosperidad de las aljamas judías riojanas y la relativa cordialidad en las relaciones cristiano-judías se vio truncado con ocasión
de la guerra fraticida que enfrentó por el trono castellano al rey Pedro I y a su
hermanastro Enrique de Trastámara. Algunas juderías de La Rioja fueron asaltadas entre
1360 y 1369 y, concluida la guerra, la población hebrea de Castilla sufrió las medidas
antijudías decretadas en los primeros años del reinado de Enrique II, así como las
consecuencias de la peste y las malas cosechas. En estas circunstancias difíciles, algunos grupos de judíos castellanos, en buena parte procedentes de Calahorra emigraron
en torno al año 1370 al reino de Navarra, donde fueron acogidos de forma favorable
por la reina Juana, mujer de Carlos II el Malo, quien los tomó bajo su protección
y les concedió diversos privilegios de índole fiscal.
La situación se agravó considerablemente con ocasión de las persecuciones que en el
año 1391 sufrieron numerosas comunidades judías hispanas, si bien todo permite suponer
que éstas no debieron tener una especial incidencia en Calahorra. Así tan sólo existe
referencia documental al asalto sufrido con la judería de Logroño, del que se da noticia en la Crónica del rey Enrique III, en la Sebet Yehudah, crónica hispanohebrea del siglo XVI, y en algunas kinot hebreas anónimas.
La recuperación de las comunidades judías castellanas de su lento declinar iniciado
en la segunda mitad del siglo XIV tuvo lugar a partir del reinado efectivo de Juan
II, en buena medida merced a la decidida acción del condestable don Álvaro de Luna,
valido del rey y firme protector de los judíos. La recuperación, sin embargo, fue
muy lenta, de forma que todavía en el año 1439 Calahorra obtuvo como privilegio real,
un descuento del 24% en los pasó de pagar 5.202 maravedíes de moneda vieja a unos 4.000, cantidades que habían de pagar a la hacienda regia en concepto de cabeza de pecho porque, como se dice textualmente en la Escribanía mayor de rentas, eran pocos e pobres.
La segunda mitad del siglo XV estuvo marcada por el desarrollo de políticas de progresiva
intolerancia por parte del concejo hacia la aljama, lo que contribuyó a la gestación de un clima de creciente tensión en las relaciones
entre cristianos y judíos. Esta evolución de los acontecimientos se encuentra en estrecha
relación con la cada vez mayor presión de las Cortes contra los judíos, que ya desde
mediados del siglo XIII constituían una de las punta de lanza del antijudaísmo en
la corona de Castilla. El debate de las Cortes acerca de los judíos se centraba, principalmente,
en torno a la regulación de los contratos de préstamo, y a la conveniencia de proceder
a la segregación social de los judíos, por lo que se solicitaba insistentemente del
monarca que se les obligara a llevar sobre sus vestidos las señales distintivas y
a recluirse en sectores urbanos aislados, y que se les prohibiera el ejercicio de
determinadas actividades profesionales y la adquisición de bienes raíces. Estas disposiciones
tienen su punto culminante en el Ordenamiento de Valladolid de 1405 y, principalmente,
en las Leyes de Ayllón de 1412, cuyo objetivo consistía en dificultar al máximo la
vida de los judíos para propiciar su más rápida conversión al cristianismo o, en su
defecto, su salida del reino.
Bajo el reinado de Enrique III, el Ordenamiento de Valladolid, en la que los judíos
fueron casi el único motivo de la reunión, presenta un endurecimiento de la política
real en relación a los judíos, tal vez motivado por la enfermedad del rey y por la
mala coyuntura económica. De todas formas su contenido no suponía ninguna novedad,
ya que lo que hizo fue recoger las leyes ya aprobadas en el Ordenamiento de Valladolid
de 1348, y las asumidas por Enrique II y Juan I. Se imponía a los judíos el uso de
señales, de panno bermejo, la prohibición de la usura y, como contrapartida, el permiso para dedicarse a las
tareas de agricultura, pero, sobre todo la revocación de todos los privilegios judiciales
que todavía seguían disfrutando. Y renovando la orden de llevar como señal distintiva
y característica una especie de rodela rojiza cuando se transitase por pueblos o ciudades.
Un paso más en el acoso de la población hebrea fue la ley de apartamiento de judíos
y mudéjares de Castilla en barrios aislados, que fue promulgada en las Cortes celebradas en Toledo
en el año 1480. Se acordaba ahora un plazo máximo de dos años para que todos los judíos
y mudéjares se recluyeran en una zona urbana separada de la población cristiana, con
el fin de evitar el proselitismo religioso de judíos y mudéjares entre los cristianos,
de manera muy particular entre los convertidos recientemente al cristianismo. Ya en
1412 las Leyes de Ayllón habían dispuesto el apartamiento de los judíos en barrios
aislados, pese a que esta disposición no fue nunca cumplida con rigor. En 1455 hubo
un intento de aislamiento de los judíos de la judería de Haro, promovido por las autoridades municipales y que contó con el respaldo del
Conde de Haro, y algo similar sucedió con el colectivo mudéjar de esta localidad en 1464. Sin embargo, estas disposiciones sólo fueron realmente
efectivas a partir de su aprobación por las Cortes de Toledo de 1480. El cumplimiento
de la ley de apartamiento dio lugar a un sinfín de conflictos, lo que pone en evidencia
la imposibilidad de acuerdo entre dos comunidades ya abiertamente enfrentadas.
En los pleitos planteados entre el concejo y la aljama, la Justicia del rey siempre defendió el respeto por la legislación emanada de las Cortes, de
forma que en diciembre de 1491, los Reyes Católicos ordenaban a Don Juan de Ribera,
capitán general de la frontera de Navarra y corregidor de las ciudades de Calahorra
y Logroño y de la villa de Alfaro que obligaran a los judíos a llevar sobre sus vestidos
las señales distintivas. Esta carta se otorgaba a solicitud de unos vecinos de Calahorra
que se habían quejado de que algunos judíos y judías incumplían estas leyes alegando
que estaban exentos de ellas por su condición de recaudadores de alcabalas, diezmos, servicios y montazgos.
El decreto de Expulsión de 1492 provocó grandes perjuicios a los judíos de Calahorra,
como a los del resto de las juderías de Castilla y Aragón. Diego Martínez, judío converso que en septiembre de 1495 volvió a Calahorra tras la expulsión después de haberse
convertido al cristianismo, reclamaba unas viñas y un huerto que había vendido al
salir de Castilla, venta en la qual venta diz que fue agraviado en tres partes menos de la mitad del justo
presçio. Las circunstancias, no obstante, fueron diferentes según el caso. Así por ejemplo,
Simuel Matron, judío vecino de Calahorra, obtenía el 2 de junio de 1492 licencia del
deán y del cabildo de la Iglesia Catedral de Calahorra para la venta de unas propiedades
rústicas (una huerta, un olivar y una tabla de viña) que tenía situadas en la Torrecilla,
en el término municipal de Calahorra, con la única condición de que no las dividiera
al venderlas y que les satisficiera los derechos estipulados de venta, consistentes
en un maravedí por cada cincuenta que obtuviera. Sin embargo, el mismo día los bienes de Abraham y de Çag Cohen, vecinos también de Calahorra, son embargados
por el cabildo hasta que pagaran todas las cantidades que adeudaban con ocasión del
arrendamiento de las tercias de Arnedo, Quel, Autol, Miro y otras diversas localidades
riojanas.
El decreto de Expulsión no logró la fusión homogénea de cristianos y judíos convertidos.
Los Reyes Católicos impulsaron una intensa campaña de evangelización entre los judíos
con el fin de procurar su conversión al cristianismo del mayor número posible, y esta
campaña se intensificó algún tiempo después entre los conversos para procurar su más
completa instrucción cristiana, pero no cabe duda de que en los primeros decenios
del siglo XVI muchos de los recién convertidos tenían un desconocimiento prácticamente
absoluto de la religión cristiana. Y no se lograría tampoco la pretendida fusión social
por el escepticismo, la suspicacia y la reticencia con que los cristianos viejos acogieron
a los judeoconversos. El problema judío se convirtió en el problema converso.
Séfer Torá de Calahorra
La Sefer Torá de Calahorra. Los dobleces del pergamino que fácilmente se aprecian
son una prueba de su posterior utilización como forro de libros cristianos
Entre los escasos restos materiales que se han conservado del pasado judío de Calahorra,
ocupa un lugar destacado los fragmentos de una Torá sinagogal que se guardan en el Archivo de la Catedral y que conservan fragmentos del libro
del Éxodo, desde Éx- IV, 18 a XI, 10.
Los fragmentos de la Torá han llegado hasta nuestros días gracias a su utilización como cubierta para dos tomos de las Actas del Cabildo Catedralicio, en concreto, para los volúmenes correspondientes a los años 1451-1460 y 1470-1476.
Estos fragmentos pertenecían a un largo rollo que contenía el texto de la Torá compuesto de pliegos cosidos entre sí y que conformarían una tiras horizontalmente
muy largas, que se enrollaban en cada uno de los extremos a sendas varas de madera.
Para el cosido de unos y otros pliegos se utilizaba, normalmente, tendones (o giddim) procedentes de la pata trasera de un animal cásher o apto para el consumo por los judíos.
El texto escrito está dispuesto en columnas paralelas y, como puede observarse en
los fragmentos calagurritanos, la caligrafía se cuida al máximo y la tinta es de gran
calidad. La longitud del manuscrito completo sería de unos cuarenta metros.
Los fragmentos conservados del SeferTorá de Calahorra presentan una forma cuadrangular apaisada, y constituyen una pieza de
piel de 1,49 metros de largo (81 centímetros uno de los fragmentos y 68 el otro) por
63-64 centímetros de ancho. El texto se distribuye en nueve columnas de escritura,
correspondientes las cinco primeras al fragmento peor conservado (el que encuadernó
las actas capitulares de 1470-1476), y las otras cuatro al que permite una lectura
mejor (y cubrió las actas de 1451-1460). Cada columna de escritura está formada por
cuarenta y tres líneas, como es habitual en los sefarim, y todas ellas igualmente espaciadas entres sí un centímetro. El pergamino que le
sirve de base es de primera calidad y consiste en piel curtida, probablemente de cabra,
escrita por su capa hialina (es decir, por su capa lisa), con escritura hebrea cuadrada
muy elegante, que podría ser definida como escritura rabínica sefardita. Las letras están ligeramente espaciadas entre sí y los espacios son algo mayores
entre palabras y entre frases. La tinta utilizada es de un negro muy intenso, de carbón,
de negro de humo.
El pergamino de base tiene trazas de haber sido reutilizado, y todavía se pueden observar
restos de una escritura anterior borrada para reaprovechar el material, lo que da
al manuscrito un valor aún mayor.
La Torá (La Ley)
Es el objeto ceremonial más importante que relata la historia del pueblo judío. La
Torá difunde la Ley escrita en hebreo arcaico de los cinco primeros Libros de la Biblia
(el Pentateuco): Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio.
El rollo, formado de grandes trozos de pergamino cosidos juntos, puede llegar a una
altura de hasta 80 cm. Está montado en dos varas de madera para enrollarlo, levantarlo
y portarlo. En la costumbre askenasí las manillas de estas varas están cubiertas generalmente por coronas o remates de
algún metal fino. La Torá está atada con una faja, lisa o bordada, que se desata solamente cuando se lee en
público, y está protegida por una funda, por lo general bordada. Un pectoral, recuerdo
del que usaba el Sumo Sacerdote, cuelga desde las manillas sobre la funda. En las
comunidades sefardíes el rollo de la Torá se coloca en una caja cilíndrica, barnizada y decorada, y por lo general envuelta
con una faja. La mayoría de las cajas son de madera, pero existen también modelos
en plata y en oro. A su vez, esta caja se guarda dentro del Arca.
El rollo de la Torá es tratado con la máxima reverencia aunque, por supuesto, no es adorado. No debe
ser dejado caer, ni debe ser llevado a un lugar impuro. El pergamino del rollo de
la Torá no se toca excepto cuando es absolutamente necesario. El lector se ayuda de un puntero
de madera o de plata que tiene en su extremo una mano con el índice extendido.
Las sinagogas pueden tener rollos adicionales; los más comunes son El Cantar de los
Cantares, Rut, Eclesiastés y Ester, que se leen públicamente en las festividades del
Pésaj, Shavuot(Pentecostés), Sucot y Purim, respectivamente.
El rollo que más comúnmente se encuentra después de la Torá es el de Ester, que cuenta el relato de Purim. Dado que no menciona el nombre de Dios, es de menor santidad que los demás rollos
y se encuentra en muchos hogares. Se lo mantiene en una caja hecha de madera, plata
u otros materiales.